Por ello, he creado un vídeo sencillo y fácil
de recordar con el ánimo de extender la felicidad y hacer que esta crezca al
igual que las semillas que se echan al
aire para que puedan anidar y crecer allí donde la tierra es receptiva y fértil
o si lo prefieren allí donde los corazones son receptivos y buscan ingredientes
útiles que puedan alimentarlos.
- Captar ideas que te ayuden a mejorar tu felicidad.
- Convertirte en un fans de la felicidad.
- Ser un embajador de la Felicidad.
- Fomentar la felicidad entre tus amigos y las personas que aprecias.
Y sobre todo te invita a que seas un defensor de la felicidad y la compartas y la propagues.
Si quieres compartir alguna idea o sugerencia lo
puedes hacer en mi pagina web http://www.regalatefelicidad.com/
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Acababa de sufrir una tragedia familiar cuando envié a Juan Carlos este correo hace unos días:
ResponderEliminarÚltimamente oigo muy a menudo la palabra felicidad, utilizada en el sentido de aspiración, de logro a alcanzar en la vida. "¿Qué le vas a pedir al nuevo milenio?": "Seguir siendo feliz". "Me gustaría que mi hijo fuera feliz", afirman muchos padres.
Me pregunto yo si esto no ocurrirá, como tantas otras cosas, por influencia superficial de la cultura de los EEUU, donde "la búsqueda de la felicidad" es incluso uno de los derechos inalienables del hombre recogidos por la Constitución. Porque el caso es que repaso un poco la tradición europea, y no encuentro que esa palabra aparezca citada muy a menudo, salvo en las obras de algunos filósofos (Platón, Aristóteles, Kant, Hegel...) y eso más bien como de pasada y en relación muy a menudo con el concepto de virtud. ¿Quiere alguien hacer la prueba y tratar de encontrar frases como "soy feliz", o incluso "soy muy desgraciado, yo que aspiraba a la felicidad..." en las obras de Dante, Cervantes, Shakespeare, Goethe, Dostoievski, Proust o Valle-Inclán, por citar sólo a algunos de los mejores de entre los nuestros?
Reconozco que cada vez que oigo eso de "sólo pretendo ser feliz", me da un respingo. Un momento: no soy pesimista consumada, en absoluto. Incluso creo que la felicidad existe. Al menos la mía propia. La he sentido muchas veces, esa especie de brisa leve que te endulza el alma viendo crecer a mi sobrino nieto, enterándome que voy a ser tía abuela por segunda vez... Entonces sientes que el universo es una máquina perfecta en la que tu vida está perfectamente ajustada. Por ejemplo. Pero sé que no es nada más que eso, una brisa, un resplandor perecedero, una flor perfumada que se marchita al amanecer. Suponiendo, claro, que la felicidad consista en lo que yo creo que consiste para la mayor parte de los mortales, es decir, en tener buena salud y una buena situación económica, y en ser querido por aquellos a los que tú quieres. Quizás también, me parece, en gozar de una cierta dosis de libertad, y además y sobre todo, en no padecer ninguna desgracia, que es justamente lo contrario de felicidad. Y ahí entramos en la parte delicada del asunto. Porque por mucho que uno se esfuerce por cuidarse, trabajar y ocuparse bien de sus afectos, ¿quién está libre de tener una enfermedad o un accidente, de perder su trabajo o fracasar en él, de ser abandonado por la persona amada, de sufrir la muerte de alguien querido...? La vida está llena de azares, de desastres, de penas, y a menudo llegan cuando menos creíamos merecerlos. Y, en un segundo, arramblan con la dichosa felicidad...
Aspirar, pues, a la felicidad como estado permanente me parece, a fin de cuentas, una pura memez. Como esas personas que la pretenden para sus hijos recién nacidos; yo también desearía desesperadamente que los niños a los que quiero fueran felices. Pero sé que no lo serán. Al menos de una manera definitiva. Sé que les espera en la vida una cantidad importante de dolor, contra el cual ni yo ni nadie, por mucho que los amemos y tratemos de protegerlos, podremos hacer nada. Gozarán, espero, y sufrirán, me temo, porque así es la vida.
Frente a la utopía bobalicona e irreal de la felicidad, sólo puede alzarse, creo yo, la aspiración a la fortaleza de ánimo y a la serenidad. El trabajo cotidiano -en el que los padres deberían ejercitar a los hijos desde pequeños- para aprender a aceptar la vida tal cual es, con su belleza y su tragedia, su dulzura y su veneno. El esfuerzo constante para movernos entre sus dichas y sus penurias sin llegar a creernos ni en la gloria permanente ni en el infierno definitivo. El difícil pero no inalcanzable logro de la paz interior. Manteniendo firme la alegría de vivir. Más vale que borremos la otra aspiración de nuestras vidas, porque ésa, la de la felicidad, sí que conduce a la catástrofe cuando al fin comprendemos que jamás la alcanzaremos. Y siempre acabamos comprendiéndolo.